Paula era la hermana pequeña de Pepe Ris. Tenía 13 años el día que salió de casa dando un portazo. No era la primera vez que discutía con su madre aquel verano. “La niña está en una edad difícil”, decían unas vecinas tratando de consolarla. “Verás cómo ha de volver más tranquila”, aseguraban otras. Pero se confundían. Paula Ris no volvió aquella noche.
Como tantas veces, Pepe Ris y Leo Caldas habían pasado juntos la tarde. Por la mañana, un camión había llevado a la pequeña bodega del padre de Leo una prensa neumática alemana comprada de segunda mano a una bodega de Cambados que la había sustituido por otra más moderna. Los chicos habían ayudado al padre de Leo a anclarla al suelo, bajo un tejadillo, en la parte exterior de la bodega que miraba al río Miño.
Cuando terminaron, Pepe Ris no se quiso quedar a cenar. Aceptó una propina y se marchó caminando a su casa. A los 20 minutos estaba de vuelta, llamando con los nudillos al cristal de la cocina.
–¿Tan mala era la cena en tu casa? –preguntó con una sonrisa el padre de Leo Caldas al verlo aparecer.
–No –respondió Pepe Ris–. Es Paula otra vez. Mi madre no la ha visto en toda la tarde.
–¿Quieres que te ayude a buscarla? –se ofreció Leo antes de que su amigo se lo pidiese.
Pepe Ris le dijo que sí.
–Si hoy tampoco está en casa cuando llegue mi padre, la va a matar.
Leo Caldas miró los platos con la cena, todavía intactos sobre la mesa, y después a su padre.
–¿Puedo?
–Claro –respondió el padre, y luego preguntó a Pepe Ris:
–¿Dónde crees que estará?
–Estará en cualquier lado –contestó el muchacho levantando los hombros–, jugando a ser mayor.
El padre de Leo vio partir a los chicos. Después de cenar, recogió la cocina y se sentó a leer en el porche. Seguía allí cuando su hijo regresó, a medianoche.
–¿La habéis encontrado?
Leo respondió que no con un gesto. Tomó una silla, se sentó junto a su padre y permaneció en silencio mirando aquel cielo limpio, distinto al de Vigo. Y se imaginó a Paula Ris desnortada en el monte, sin luces de ciudad que apagaran las estrellas.
Cuando a la mañana siguiente Leo Caldas se acercó a la casa de los Ris, la niña aún no había aparecido. Varios vecinos organizaban grupos de búsqueda mientras el padre de su amigo permanecía sentado en un banco, con la mirada perdida. La noche de insomnio había convertido su enojo en desasosiego.
Leo y Pepe Ris estuvieron entre los encargados de buscar en el monte, y otros se ocuparon del río. Todos regresaron sin noticias de la chica. Tampoco la había encontrado Evaristo el Cazador, que había recorrido las vías del tren por si Paula hubiese cometido una locura.
Durante los días siguientes se unió a la búsqueda un grupo mayor de voluntarios, y la Guardia Civil recorrió las orillas del río en lanchas neumáticas y rastreó el monte con perros adiestrados. No tuvieron éxito. Tampoco dieron fruto los carteles con la fotografía de la niña pegados en los postes y semáforos de las localidades cercanas. Nada.
…
Una mañana se detuvo ante la casa del padre de Leo Caldas un coche azul oscuro, sin identificación. Sus dos ocupantes no necesitaban anunciar que eran policías.
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